Edouard Manet - Le Suicidé. Artículo sobre el silencio y el tabú del suicidio
Le Suicidé, de Edouard Manet (1877-81).

Los deberes de los vivos y el silencio discursivo del suicidio

Imagen del cartel de la película Al borde del abismo. Un hombre en una cornisa tiene un intento de suicidio.
Imagen cartel película Al borde del abismo (2012).

Los otolitos, esas piedrecitas de calcio refugiadas en los oídos que nos proporcionan el equilibrio, están empezando a ponerse histéricos en los paralelos del cráneo de Rai, quien vacila temerario en la cornisa del octavo piso de un bloque de apartamentos de Barcelona. ¿Qué más puedo hacer? ¿Quién podría ayudarme? Son las preguntas que desfilan como majorettes por su mente ahora que se enfrenta al vertiginoso vacío, a la posibilidad de erradicar del universo y el cosmos toda presencia de su consciencia. Rai se tambalea, parece una paloma coja indecisa ante el vuelo. Finalmente, el relámpago; cruel, virulento y enfermizo, de aquello que ha empujado sus rodillas por las escaleras y la azotea hasta su actual condición de funambulista suicida, penetra en él violentamente. Nada queda… nada, salvo acabar con todo.

El presunto suicida

Rai es un nombre inventado, pero no la historia de un hombre de 58 años que hace un mes decidió atajar de la existencia su aliento tras haber sido desahuciado. BlackStone, el fondo encargado de promover el lanzamiento, tanto de la policía como del supuesto Rai, se ha lavado las manos y le ha entregado treinta monedas de plata manchadas de ¡sangre! a un deshecho cadáver, demostrando así que de poseer el suficiente combustible de alto octanaje no tendrían reparos en quemar el mundo con tal de gozar en exclusiva de él.

Pero esto no va de denunciar públicamente el abuso del capital ante el hombre corriente, sino de exponer la solución suicida a la que Rai se encomendó, y a la que prestamos tanta falta de atención de no ser por decapitados familiares a los que se les niega el reino de Dios, o titulares sensacionalistas como el que se dedicó en los medios nacionales a Rai, o cómo se llamase el tipo.

Los abundantes y silenciosos casos de suicidio

Sin duda, el suicidio es gloría de algunos (no hay más que recordar el harakiri de Yukio Mishima). Un hito al que rendir homenaje bajo el apurado aullido del dolor que llama insaciablemente a la atención de la vida. Pero lejos de Kurt Cobain, Hemingway, Robin Williams, o la hermana de la reina Letizia, la mayoría de aquellos que abrigados por un romanticismo narrativo (en la realidad un cuento cruel, sucio y descorazonador -aunque a todas luces legítimo-) se pasean lánguidos y cabizbajos por los pasillos mortuorios del anonimato.

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Retratos de Kurt Cobain, Ernest Hemingway y Robin Williams.

Pero… ¡alto! ¿cómo puede ser esto? Según el INE (¡Oh, INE, nosotros plebeyos de los datos a ti adoramos sin mesura!) en el primer semestre de 2020 el suicidio fue la primera causa externa de muerte en España. En tal desmesurado caso, ¿por qué no se ocupan portadas, ríos de tinta y apocalipsis de opinión en los matinales televisivos al respecto? Algunos dirán que es porque el independentismo catalán mata más personas, o por lo menos sus almas, que el suicidio en nuestro país, aunque, sin quitarle mérito a una opinión tan entronada en la razón, Abrain sigue considerando que el suicidio habría de abordarse más habitualmente.

¡Eh! Ojo…, esta última frase podría costarle a Abrain un disgusto… de toda la vida se ha buscado proteger a la población de la simple idea del suicidio quitándosela de la cabeza al ni tan siquiera mencionarla. Una idea de una racionalidad aplastante, ¡claro!, por ejemplo y sin ir más lejos, por eso llevo yo sin orinar desde hace años; porque nadie habla al respecto en la res pública y no tengo cada mañana a Carlos Herrera o Ferreras -curiosa coincidencia lírica- dándome la tabarra con el asuntito.

Normalizar el suicidio paliarlo

Bueno, tal vez Abrain sí pueda sacar pecho palomo, y asumir que no estaba del todo equivocado; la OMS ya advierte que normalizar el suicidio es una forma eficaz de paliarlo, al fin y al cabo lo que no se menciona, lo que no tiene nombre, no existe, y es de suponer que todos cuantos hayan vacilado ante la idea de cortar por lo sano se sintiesen en tierra de nadie, azotados por esa tormenta de mierda que tambaleaba su quebradiza torre de marfil en donde estaban solos.

Mensaje que arroja la red social Pinterest al introducir en el buscador la palabra 'suicidio'.
Mensaje que arroja la red social Pinterest al introducir en el buscador la palabra ‘suicidio’.

Alegatos humanos no faltan, un tipo llamado Pep Sotillo le dijo a El País:

«Si se hablase con naturalidad del tema, se normalizaría. Hay un estigma social y por culpa de él, yo sufrí en silencio. Sufría un trastorno emocional desde joven, pero callaba porque las personas con trastornos mentales estaban mal vistas socialmente. Me aislaba cada vez más hasta que llegué a una situación límite».

Pep Sotillo.

En fin, Pep, que bien podría ser el pseudónimo del articulista, o su amigo imaginario, parece estar en lo cierto. Hablar de las cosas funciona. Eso me recuerda a Foucault y la homosexualidad:

«El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie», y es que el gay disco Popper con más cabeza de la filosofía francesa nos confirma en Historia de la sexualidad 1: La voluntad de saber, que hablar de las cosas es en ocasiones más emocionante y culturalmente explosivo que la cosa en sí. No digo que suicidarse sea emocionante, aunque desde luego el corazón debe ir a mil por hora, así lo vivió Abrain en la contada ocasión que casi lo lleva a estampar el autógrafo de su cara contra la acera, pero está claro que dialogar sobre ello siempre inquieta e incómoda…

A todas luces, esa incomodidad es una consecuencia natural de la concatenación de dos elementos: el quebrado suspiro de la muerte con el consiguiente miedo que la acompaña, y la extranjera sensación de que todos, antes o después, hemos pensado en reunirnos con nuestro (No)Creador con nuestras propias manos. Eso acojona, acojona de veras, y a eso habremos de sumar una cultura religiosa que en la mayoría de las civilizaciones ha condenado el suicidio como uno de los grandes pecados… Excepto para aquellas en las que se comprende la carga ejercida en el conjunto del grupo por el eslabón débil y se le invita a dejarse morir.

Esta acción, por ejemplo, es conocida en Japón como el ubasute y cuajó divinamente en el Aokigahara; el famoso «bosque de los suicidios». Pero no sólo los charlies del norte aceptaron en su cotidianidad tirar por la vía de en medio y facilitar, sin carantoñas y con muy poca empatía, la evaporación vital de sus individuos más débiles, otras muchas culturas han apostado por cortar por lo sano como fórmula de saneamiento del grupo, lo que sería algo así como quitarle las hojas pochas cargadas de pulgón al ficus.

Fotograma de la película The Forest (2016). Situada en Aokigahara, el famoso bosque de los suicidios de Japón:
Fotograma de la película The Forest (2016). La trama transcurre en Aokigahara, el famoso bosque de los suicidios de Japón.
Cartel de prohibición. Fotograma de la película The Forest (2016). Situada en Aokigahara, el famoso bosque de los suicidios de Japón.
Fotograma de la película The Forest (2016). Tráiler. La trama transcurre en Aokigahara, el famoso bosque de los suicidios de Japón.

El suicidio como parte de la identidad de grupo

Leví-Strauss (no me cansaré de repetir que no tiene nada que ver con los vaqueros) ya habló en obras como El pensamiento salvaje de la cultura como un nexo de comunicación entre el mundo y la sociedad, donde los individuos son los permutadores, y los fenómenos sociales que los acompañan en una forma de interacción perpetua; un síntoma de su identidad. Es decir, los actos de los sujetos del colectivo definen la identidad del propio colectivo. Suicidarse como forma de salvaguarda de la integridad del grupo, algo expositivo, apalabrado y naturalizado, da fe de un sistema social cohesionado, firme, que aunque pueda parecer indigesto apuesta con franqueza por el apoyo mutuo. Por otro lado, el ocultismo mediático y la falta de discursos al respecto, da fe de una sociedad temerosa del dios desconocido, individualista, por el que las personas habrán de estirar sus vidas hasta su más decrépito final conscientes de que lo importante no es el conjunto, sino el ser propio, y lo vital no es vivir dignamente, sino únicamente vivir.

Esta concatenación chunga de factores hace que un tipo como Rai se taje el aliento estertor desde un octavo por razones injustas y no se vocifere, ya que el suicidio es un tabú secreto asunto de cada cual, pero se ponga el grito en el cielo cuando Ángel Hernández realizó lo que llamaríamos un suicidio asistido a María José Carrasco, su mujer, quien llevaba lustros grabados en su nuca los versos de Vallejo:

«Y desgraciadamente el dolor crece en el mundo a cada rato/ crece a treinta minutos por segundo/ paso a paso/ y la naturaleza del dolor es el dolor dos veces».

Los nueve monstruos.

Haciéndose ella, hembra guerrera de la vida, consciente de que la muerte es un camino a todos por recorrer, y si la existencia es dolor, mejor correr la muerte.

Lo que no tiene nombre no existe… eso no es más que una vulgar mentira amaestrada del lenguaje. La existencia es el fenómeno material de Rai lanzándose al vacío, y de los 800.000 rostros abandonados al recuerdo por sus propias manos que se acumulan en el mundo cada año. Su existencia es un hecho, hablar de ellos; un deber. 

El suicidio, obra de Manet. Le Suicidé
Le suicidé, pintura al óleo de Manet (1877-81). Una de las obras menos estudiadas del artista.

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