Juan Echanove, Mario Vargas Llosa y Carlos Saura. La fiesta del chivo. Teatro
Juan Echanove, Mario Vargas Llosa y Carlos Saura. Fotografía: Okapi Teatro.

La fiesta del chivo de Vargas Llosa. Adaptación teatral con Juan Echanove

Casi nunca es fácil hacer una adaptación teatral porque se corre el riesgo de no acertar o de que se queden cosas en el tintero. Hacerlo de una novela de estas características, La fiesta del Chivo (2000) de Mario Vargas Llosa, todavía es más complicado por varias razones. La primera, porque es una novela extensa, con mucha información y muchos matices, y la segunda, porque en ella se juega constantemente con una dualidad temporal: se está contando una historia construida en el pasado, desde el presente.

La fiesta del Chivo. Mario Vargas Llosa. Año 2000

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La fiesta del Chivo, una costosa adaptación a teatro

Natalio Grueso, quién ya adaptara la novela de García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba (1961), parece haber encontrado la fórmula correcta de no dejarse cosas en el tintero y poder contar la historia con los matices necesarios para que entendamos, sin haber leído la novela, la vida y obra de un dictador que durante más de treinta años sembró el miedo y la represión en la República Dominicana.

Una adaptación que se pone en las tablas bajo el prisma del maestro Carlos Saura, que maneja con el dominio de su dilatada experiencia esta historia que no deja indiferente. Una puesta en escena sencilla, minimalista, también diseñada por el maestro, pero que no necesita de muchos elementos, porque se completa con un reparto excepcional, que juega, que se adentra con una calidad interpretativa en la vida de estos personajes, para acercarnos a la verdad de esta cruda y atroz historia.

«Lo que me gusta sobre todo del teatro es la libertad de improvisación que ofrece: puedes ver cómo los actores desarrollan sus personajes desde el principio hasta el final y cambiar cosas sobre la marcha, mientras que en el cine tienes que tenerlo todo pensado desde el principio…»

Carlos Saura
Juan Echanove en La fiesta del Chivo.  Novela de Mario Vargas Llosa, dirigida en teatro por Carlos Saura por
Juan Echanove en La fiesta del Chivo. Fotografía de Sergio Parra cedida por Okapi Producciones.

Una historia que por desgracia no nos es ajena ni lejana. De hecho, este dictador, «el chapitas», como le apodaban por su manía de condecorarse y ponerse medallas en la solapa, con sus correspondientes títulos, formó parte de la élite de los dictadores de su época entre los que se encontraban Franco o Batista. Si su catálogo de la atrocidad sólo hubiese consistido en eso, mejor le hubiese ido a su país.   

La movilidad pasiva

Durante los primeros minutos de función, los primeros cuarenta para ser exactos, de los ciento veinte que dura aproximadamente, el tiempo parece no pasar, parece no ocurrir nada. No es que sobren esos minutos, no quitaría ni una coma, porque son absolutamente necesarios. Y lo son, para que podamos entender, para que podamos ubicarnos en el contexto de una situación atroz que asoló un país durante más de treinta años, en el que murieron más de cincuenta mil personas y muchas miles fueron torturadas, secuestradas, violadas, exiliadas y sometidas a vejaciones que sobrepasaron los límites de los derechos humanos.

En esos minutos, asistimos a una movilidad pasiva que nos va contando el día a día de un hombre extravagante, sin escrúpulos, que avergonzaba con sus actos y que con su opulencia sembró un respeto enmascarado de miedo. Un miedo a llevar la contraria a un régimen que dilataba su existencia, bajo la pasividad y el temor de quienes le rodeaban. Hecho que está latente en todos los momentos de la función.

Gabriel Garbisu, Juan Echanove y Eduardo Velasco en La fiesta del Chivo. Fotografía de Sergio Parra cedida por Okapi Producciones.

Seguir al líder y bailarle el agua, a pesar de que esté putrefacta, a pesar de que huela mal por lo corrompida que está. Y aún así esa agua, sólo puede ser bebida por algunos elegidos. Por unos cuantos consejeros que milimétricamente miden unos pasos de baile para agasajar y honrar al venerado hombre sin compasión, que se autoproclamó  «Benefactor del pueblo», pero a quien tal cosa apenas le importaba un pimiento.

Los movimientos son entonces cautos, absolutamente medidos y plagados de una hipocresía consciente que debe resistir para poder mantenerse en el cerco de los elegidos. Un saco de risas falsas ante la atrocidad y el desdén del benefactor.

O estás conmigo o no estás

Avanza la obra y vemos cómo los personajes sufren el temor del, «o estás conmigo o no estás», así literalmente. Y ahora es cuando los hechos nos van manteniendo en tensión, no podemos ni pestañear. Porque un gesto o una palabra, que no se acomode a la prepotencia y la soberbia del dictador, podría suponer la desaparición o la decadencia del que erróneamente no guardase al milímetro el compás de su danza.

Gabriel Garbisu y Juan Echanove en La fiesta del Chivo, obra de Mario Vargas Llosa adaptada a teatro por Carlos Saura.
Gabriel Garbisu y Juan Echanove. Fotografía de Sergio Parra cedida por Okapi Producciones.

Así le ocurre a Agustín Cabral «el cerebrito», personaje que existió realmente, y que está interpretado magistralmente por Gabriel Garbisu. Quién, aparte de hacer la tarea de ayudante de dirección, es el único superviviente que vemos en el presente y en el pasado de esta historia y se nos muestra en esos dos estados: el de elegido y el de olvidado. Nos sirve también de conector, junto con Urania Cabral, su hija, personaje totalmente ficcional, quien después de treinta años vuelve a casa para asistir a la definitiva caída del tirano que marcó su vida y la de su padre.

Lucía Quintana, con un dominio del juego de la verdad, nos va llevando de un momento a otro de la historia, cambiando del pasado al presente, sin necesidad de cambiar de traje, porque te la crees y te sitúa en los dos márgenes con una delicada sutileza. Los saltos en el tiempo, están tratados con sumo cuidado en la obra.

La decadencia en La fiesta del Chivo

Vemos cómo avanza la obra y con ella la decadencia de un régimen y de un hombre que la vejez y la enfermedad van destronando poco a poco. Durante toda la función hemos asistido a la evolución de un ser esperpéntico, que se comparaba con el mismo Dios y que parecía irrompible, pero al que la vida le estaba devolviendo parte de todo el dolor que había ocasionado.

Juan Echanove y Lucía Quintana como Rafael Leónidas Trujillo y su hija. Crítica Teatral en Cultugrafía
Juan Echanove y Lucía Quintana. Fotografía de Sergio Parra cedida por Okapi Producciones.

Juan Echanove se pone en la piel de este personaje, con una interpretación sin fisuras y una verdad que se mantiene inquebrantable durante toda la obra. Nuestra atención se centra ahora en ese deterioro, en la imagen de un hombre apodado «El Chivo», por ser un depravado sexual, que intenta consumar, forzando a la Urania del pasado, una inocente niña que sólo quería ayudar a su padre. Pero no lo consigue y fruto de esa rabia, la somete a insufribles vejaciones que marcaran su vida para siempre.

El cierre del círculo

Y es entonces cuando asistimos al cierre de La fiesta del Chivo, uniendo el pasado y el presente de esta historia tan corrompida como real. Donde, gracias a las interpretaciones de un reparto de nivel nos hemos podido posicionar en el lugar preciso para reflexionar sobre lo que las ideas extremistas -y la consecuente represión que conllevan- suponen para el desarrollo de una sociedad.

Cartel de la obra de teatro la fiesta del chivo. Okapi producciones. Crítica cultural en Cultugrafía

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